(ANSA) - TEL AVIV, 01 NOV - "Es bonito aquí, pero quiero
volver a mi jardín de infantes y a mis amigos". La vocecita es
la de Yannay, de 4 años, desplazada en un hotel del centro de
Tel Aviv junto a su familia desde Kiryat Shmona, una localidad
del norte de Israel en la frontera con el Líbano.
Corre de un lado a otro del hotel todo el día, haciendo
ruido con decenas de niños evacuados desde que Hezbolá comenzó a
lanzar cohetes desde el otro lado de la frontera. En cuanto
suena la sirena de alarma, corre con los demás hacia el refugio,
saca los globos de la caja y los explota, de modo que el ruido
tapa la explosión de un misil procedente de Gaza interceptado
por la Cúpula de Hierro, los sistemas de defensa de Israel.
Son decenas de miles de evacuados del sur y del norte de
Israel, trasladados a hoteles de todo el país, algunos después
del atentado del 7 de octubre, otros, procedentes de las
ciudades de la frontera libanesa, hace unos diez días. "A
ninguno nos han dicho cuánto tiempo tendremos que quedarnos, al
principio hablaban de dos meses, ahora cuando la administración
nos contacta dicen que el plazo se está alargando", se encoge de
hombros Lía, una estudiante de 23 años. Y explica que su casa
está a cinco kilómetros de las posiciones de Hezbolá: "ahora
sólo necesito seguridad".
Una urgencia compartida por los desplazados que, sin
embargo, a pesar de su vida trastornada, sienten que no tienen
derecho a quejarse: "Estamos vivos, no somos rehenes en un
túnel", apuntan. Pero es cierto que están viviendo un tiempo
vacío, sin casa, sin trabajo, sin estudio.
En el torbellino de emociones que intentan comunicar
cuando hablan con ANSA hay otro sentimiento que es realmente
difícil de sacar del corazón: "Estoy confundido. La gente vino
de Gaza para trabajar en Sederot. Soy de izquierda, siempre he
pensado que era necesario ayudar a los habitantes de la Franja a
sentirse mejor, que es importante que tengan un trabajo, poder
pagar las bodas de sus hijos, darles una casa. Creí que ese era
el camino tal vez no sea hacernos amigos, sino crear un camino
hacia la paz. Ahora estoy enojado con Hamás", dice Moshe, de 40
años, sereno en el hotel junto con su novia y su perro. Es
profesor de música en la universidad de Sederot, una ciudad de
30 mil habitantes a un kilómetro de Gaza. "Ahora, sobre todo, no
sé qué pensar de los palestinos que vinieron a trabajar con
nosotros antes del 7 de octubre y ese día los vimos en los
vídeos se sumaban a los milicianos que disparaban contra la
gente en la calle y se dirigían directamente a saquear las
casas, casas que conocían bien. Es como si un sueño se hubiera
desvanecido en el aire, tal vez fui yo quien no lo entendió.
Porque si tomas un café con la gente, charlas, no te imaginas
que al día siguiente se conviertan en enemigos", dice Moshe,
pero no es un arrebato, por su cara se nota que realmente no
quiere cambiar de postura.
En cambio, para Yossi, 46 años, electricista de Kiryat
Shmona, las ideas que tenía han desaparecido y difícilmente
volverá atrás: "Teníamos fe en la gente de Gaza que trabajaba
para nosotros. Queríamos la paz con ellos, no la guerra". Y ni
siquiera Bar, un estudiante de 28 años, quiere saber más de
ellos: "Trabajé con los palestinos de Transjordania. Ahora ya no
somos amigos."
"Durante la guerra con el Líbano en 2006 pensé en
abandonar mi país. Pero adónde? Adónde podemos ir?", desliza
Sarah, de 31 años, profesora de cine en el instituto Kiryat
Shmona. Y luego la conversación gira en torno a Benjamín
Netanyahu: los evacuados dan por seguro que nadie volverá a
votar por él : "No ha protegido". En ese momento, Halel, una
niña de 11 años que ha tenido que entender demasiadas cosas
durante tres semanas, irrumpe entre los adultos y le dice a
ANSA: "A mi familia todavía le gusta Bibi. Pero ahora quiero
volver a casa. Sin guerra". (ANSA).
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