Hace treinta años fallecía, en el policlínico Umberto Primo de Roma, fallecía el gran realizador italiano Federico Fellini.
Eran las doce de un domingo soleado de fines de octubre de 1993. Apenas 24 horas después de su 50º aniversario de boda con Giulietta Masina, se marchaba Fellini, oriundo de Gran Rímini.
Desde entonces la sombra de su genio se ha extendido por el cine y la cultura internacional, se han escrito miles de páginas sobre su obra, su vida, su mundo interior.
Memorable y algo exhaustivo es el monumental "Fellini 23 1/2" de Aldo Tassone publicado por la Cineteca di Bolonia con motivo del centenario de su nacimiento (20 de enero de 1920), que se leerá junto con el famoso "Libro de los sueños", editado por Gian Luca Farinelli, Sergio Toffetti y Felice Laudadio para Electa en 2019.
Hoy es casi imposible lidiar con la imaginación del siglo XX sin encontrar, una y otra vez, los ecos de "La Strada" o "La Dolce Vita", de "Fellini 8 y ½" o de "Amarcord", hasta la desesperada y soñadora "La voce della luna" que en la memoria aparece verdaderamente como su expresivo testamento en 1990.
Cuánto ha influido en nuestra forma de ver, en la relación entre el consciente y el inconsciente figurativo, en la fotografía del cambio de tiempo, es fácil de ver en los homenajes -directos e indirectos- que otros maestros le han rendido a lo largo de los años: del realismo poético captado por Martin Scorsese a la máquina onírica reproducida por David Lynch, de la idea de la vida como espectáculo visible en Bob Fosse a la imagen de la degradación moderna devuelta por Paolo Sorrentino o la del circo de vida evocada por Roberto Benigni.
Paul Mazursky creció en los sets de Fellini y Wes Anderson incluso le dedicó un documental "Fantastic Mr. Fellini" que es un auténtico acto de amor. Por no hablar de Wody Allen, que divide sus fuentes de inspiración entre el director italiano e Ingmar Bergman.
Más sorprendente, sin embargo, es encontrar en la lista a Quentin Tarantino, quien en "Pulp Fiction" reproduce las coreografías del baile nocturno de "8 y ½" o leer que en "Sueños" Akira Kurosawa miraba directamente la sugerencia visual de aquel al que consideraba "mi auténtico inspirador", al igual que Scorsese que se profesa felliniano desde la magistral "Mi viaje a Italia" en 1999 y siguió personalmente la restauración de "La dolce vita".
Federico Fellini pertenece a esa generación que se abre paso en el mundo a raíz de un nuevo cine italiano creado literalmente por Roberto Rossellini y Vittorio De Sica tras la Segunda Guerra Mundial.
En un extraordinario florecimiento de talentos, el suyo va acompañado del de Luchino Visconti y Miguel Angel Antonioni: una tríada envidiada y celebrada en todas partes hasta el punto de suscitar la recurrente comparación con la tríada renacentista de Miguel Angel, Rafael y Leonardo.
Hoy, sin embargo, podemos decir que la grandeza de Fellini reside en ser un genio cuando los demás son, ante todo, artistas. Su inspiración no tiene fronteras e incluso es difícil encasillarla en corrientes, influencias, estilos, hasta el punto de que su cine es sólo y únicamente "felliniano".
La genialidad del director de "El jeque blanco", su primera película de 1952, luego masacrada por la crítica y hoy considerada ya una obra maestra, deriva sin duda de la suma de sus raíces expresivas.
Está el aire hogareño que pronto le trajo el éxito con "I vitelloni" y que resonaría en toda su obra; está el gusto del dibujante e ilustrador satírico que se remonta a la época de "Marc'Aurelio" y al que Ettore Scola dedica otro acto de amor en su último trabajo, "Qué extraño es llamarse Federico" de 2013; está su práctica como guionista (que comenzó en 1939 bajo la dirección de Mario Mattoli) en la que conoció a Rossellini, Lattuada, Antonioni y Pietro Germi; está la experiencia radiofónica que le presentará a Giuletta Masina en la época de "Cico e Pallina" (1942); está la práctica del psicoanálisis junguiano desde el encuentro con Ernst Bernhardt en 1960 y está la búsqueda de lo mágico - gran atractivo suyo desde los años 50 - que encontramos en obras como "Julieta de los espíritus", "Satyricon" , "Casanova".
De su gigantesca reconstrucción de la realidad, cada vez más explícitamente reinventada a partir de la Via Veneto de "La dolce vita", una imagen simbólica es sin duda el descubrimiento de los frescos imperiales en las excavaciones subterráneas, que se iluminan y luego se apagan con un soplo de viento, como relata en "Roma" (1972): en esa secuencia el director resume de manera "brillante" su sentido de la existencia, la magia de la ilusión, el valor efímero del arte, la desaparición de las raíces.
Si la primera parte de su carrera puede atribuirse a un realismo alienado y fuerte que llega hasta la mitad de "La dolce vita", a partir de entonces su cine tendrá los colores de la pura invención que encontrará su culminación en la metáfora del tiempo que pasa contenido en "E la nave va" (1983).
Estos son los valores, no sólo artísticos, que marcan hoy, treinta años después, un vacío insalvable. Porque su lección puede entenderse, asimilarse, recordarse mil veces, pero no puede reproducirse hasta el nacimiento de un nuevo Fellini, ciertamente diferente del original, pero igualmente poderoso y único.
Cuando una estrella se apaga, deja su estela de luz durante mucho tiempo, pero ya no puede volver a la vida. Así pues, podemos contemplar y aplaudir la obra del Gran Riminiano, pero sabiendo que su inmortalidad ahora está garantizada sólo por el filtro de la memoria colectiva.
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